Cada uno de nosotros tiene el deber imperativo de ser protagonista de su propia vida. Ser el que decide el rumbo, toma decisiones y se responsabiliza por ellas. Ser el que vive su vida y vivirla con intensidad.
Sin embargo, en ocasiones nos encontramos seres que no pueden lograr esto en sus vidas y entonces con su protagonismo sin freno y el querer estar constantemente siendo el centro de atención le restan valor a los sueños de otros. Le deslucen su momento, simplemente porque consciente o inconscientemente no pueden bregar con el hecho de que los demás tengan un momento para ellos; con el que los demás sean exitosos y brillen aunque sea por un instante. Y no me refiero a la envidia esa fea que se ve a leguas, sino a aquellos que lo hacen con sutileza y hasta “por amor” y hasta dicen no darse cuenta que le “amargaron” el momento al otro.
Padres, madres, hermanos y parejas que en el momento cumbre de su ser amado se inventan lo peor, el problema más grande, la discusión más perra y entienden que el momento de gloria de su ser querido puede ser pasado por alto por X o Y cosa. Gente, eso está mal. Nadie que usted ame merece eso.
Hay familias que perpetúan esto por una eternidad. Ninguno de los hijos ha podido pasar un día de éxito tranquilo y sin preocupación porque siempre hay otra cosa que es más importante o eso ya pasó. Después usted ve a ese niño o joven convertirse en un adulto haciendo lo mismo o tratando de no hacerlo porque el dolor que le causaron fue tan grande que no quiere bajo ningún concepto que le pase igual. Criamos seres castrados emocionalmente porque no los dejamos ni alegrarse de sus propios logros ni los reconocemos por los mismos.
Mire, cuando una persona que usted ama logra algo que se propuso, el cielo y la tierra se detienen y celebran. Véalo así. Celebre el éxito del otro. Alégrese! Su turno va a llegar y le aseguro que él/ella estará ahí para aplaudirle sus pequeños o grandes logros. Celebrar los triunfos de aquellos a quienes amamos es conectar.
Abrazos rompecostillas,
Misma